Más allá del coco y el ron, los tres ingredientes esenciales que necesita el coquito para sostenerse lejos de Puerto Rico son la familia, la cultura y la tradición.
Así lo define Kayla Lalles Silva, una boricua de 35 años que reside en Connecticut y que mantiene viva la receta de su abuela como un vínculo cercano con sus raíces.
Para Lalles Silva, preparar coquito no es solo una costumbre navideña, sino un legado que honra a su abuela, Juana Colón Castro, o “Tata”, quien actualmente tiene 85 años y padece de Alzheimer.
Colón Castro, natural de Toa Alta, era ama de casa, mientras que su esposo —abuelo de Kayla— era militar y combatió en la guerra de Vietnam. En 1977, tras el nacimiento de su hija Aracelis Silva Colón —madre de Kayla—, decidieron mudarse a Connecticut en busca de “una mejor vida”.
Hoy, este estado alberga la comunidad puertorriqueña proporcionalmente más grande de Estados Unidos. Alrededor del 8% de sus habitantes son boricuas, lo que representa unas 288,000 personas de una población total de 3.6 millones.
Kayla nació en Hartford, ciudad donde creció hablando español y aprendiendo, de la mano de su abuela, tradiciones profundamente boricuas.
“Ella me crio, como toda buena abuela puertorriqueña. Siempre mantuvo las tradiciones boricuas en la casa; las parrandas, el pernil, los pasteles y todo lo típico de la Navidad”, relató Lalles Silva en entrevista con El Nuevo Día.
Tradición familiar
En 2015, comenzaron a manifestarse los primeros signos del deterioro de su abuela. Al perder la capacidad para preparar el coquito sola, los padres de Kayla asumieron el proceso, siempre bajo su supervisión para que se hiciera “de la manera correcta”.
Ese mismo año, Kayla probó por primera vez, a los 25 años, el coquito de su abuela. De niña nunca lo había probado porque contenía alcohol, pero recuerda sentarse en una silla en la cocina para observar cómo “Tata” mezclaba y batía cada ingrediente a mano. Para ella, en cambio, su abuela preparaba arroz con dulce.
“Cuando por fin lo probé, que mi padre me regaló una botella, quedé tan sorprendida con lo rico que era que le pregunté a mi padre si podíamos darle a familiares y amigos para que probaran”, rememoró.
Lalles Silva comenzó compartiendo botellas con colegas extranjeros en la cooperativa de crédito donde trabajaba en ese momento. Ninguno era puertorriqueño.
“Todos me preguntaban qué era eso y querían más. Me seguían pidiendo, querían regalarles a sus conocidos y llevarlo a otras actividades. Cuando yo se lo dije a mi papá, me dijo que era mucho trabajo, y ahí fue que yo le dije: ‘yo te ayudo’”, continuó.
Sus padres luego llegaron a su apartamento con los ingredientes y le enseñaron a elaborar el coquito tradicional de su abuela, batiéndolo como ella lo hacía. Al día de hoy, Kayla mantiene ese método: no usa licuadora.
Un puente que une a la diáspora
En ciudades como Hartford, la capital del estado, la presencia de la isla trasciende lo demográfico. Con una población puertorriqueña de un 37%, se refleja el peso histórico de una migración que comenzó a intensificarse tras la Segunda Guerra Mundial, cuando miles de campesinos llegaron desde Puerto Rico para trabajar en las industrias del tabaco, el ron y la avicultura.
Desde entonces, las tradiciones se trasladaron con ellos y hoy son parte de la comunidad en todos los ámbitos: política local, organizaciones comunitarias, desfiles, festivales, iglesias y restaurantes.
En ese contexto cultural, el coquito se mantiene como uno de los símbolos más reconocibles de la Navidad puertorriqueña. Con el paso del tiempo, el que prepara Kayla Lalles Silva dejó de limitarse al círculo familiar y comenzó a circular actividades comunitarias, celebraciones navideñas y otros encuentros de la diáspora.
En medio de ese crecimiento, Kayla decidió experimentar con nuevos sabores, siempre partiendo de la receta base de su abuela.
“Mami y papi pensaban que era buena idea, pero eran bien firmes con la receta original, así que me puse a inventar sola en mi cocina”, dijo.
El primer sabor que intentó fue pistacho. Su padre, Hugo Lalles Figueroa, oriundo de San Lorenzo, pensaba que estaba bueno, pero, por no ser el tradicional, no tendría aceptación.
“Yo le dije ‘vamos a ver’ y, en efecto, todo el mundo quedó loco”, añadió.
Eventualmente incluyó otros sabores como piña, calabaza, caramelo salado, cheesecake, cookies and cream, y del chocolate Reese’s. En 2016, cuando su coquito ya se había convertido en una “estampa navideña” para los boricuas en el estado, decidió ponerle nombre a la tradición: Kay’s Coquito.
A partir de ese momento, la elaboración continuó creciendo, impulsada principalmente por el “boca a boca”. En medio de ese proceso, su madre asumió el cargo de cuidar a su abuela y su padre comenzó a ayudarla a preparar las botellas.
En tiempos de mayor producción, Kayla también recibe ayuda de sus hijos, de 16 y 10 años, quienes pegan las etiquetas a las botellas.
“Los incluyo porque para mí es importante que esta tradición se pase de generación en generación”, explicó.
Aunque en su mejor temporada Kayla llegó a confeccionar casi 1,000 botellas, actualmente el proceso ha sido un poco más lento debido a su trabajo a tiempo completo en el sector de las finanzas. Para Acción de Gracias completó alrededor de 300 botellas y espera hacer entre 100 y 200 más antes de que culmine diciembre. Estas navidades, intentará ofrecer a sus amistades y familiares un sabor especial y bien puertorriqueño: guayaba.
Para ella, su esfuerzo cobra sentido en la reacción de quienes lo reciben, pero principalmente dentro de la diáspora puertorriqueña.
Kayla también expresó que la parte más difícil de esta empresa familiar es saber que su abuela, la persona que comenzó todo, “no es capaz de entender que estoy manteniendo su tradición viva”, pero, a su vez, eso la motiva a seguir, concluyó conmovida.
“El yo no haber nacido allá y escuchar a boricuas de la isla aquí decir ‘esto sí es coquito’, me enorgullece. Que en este tiempo tengan un pedacito de la isla en una botella”, sostuvo.